Durante su labor de espionaje, el infiltrado fue una especie de órgano de información unipersonal al servicio de la cancillería brasileña. De 1967 a 1980, Alberto Conrado Avegno tuvo intensa actividad secreta, elaboraba informes con nombres, direcciones planos, dando curso a nada menos que 361 informes de la dictadura sólo entre 1974 y 1975. Durante su período de servicio hizo viajes internacionales, siendo detenido una vez en nuestro país y otra en Brasil, siendo liberado de inmediato al comprobarse que se trataba de un infiltrado.
Días atrás, periodistas del periódico paulista Folha localizaron a Avegno, quien actualmente tiene 85 años y se desempeña como pastor en la iglesia evangélica Centro El Shadday. En reportaje con el mencionado diario, Avegno contó su historia.
Identificado en los informes bajo diferentes seudónimos – “Altair”, “Johnson”, “Mário”, “Carlos Silveira” y hasta “Zuleica”, Avegno fue ” el único hombre infiltrado en el medio subversivo y pieza fundamental del esquema de seguridad de Brasil en Uruguay”, según lo calificó el ex comisario brasileño Rui Dorado, jerarca de los servicios secretos durante el gobierno dictatorial.
En junio pasado, cuando el Archivo Nacional de Brasil abrió el acceso a miles de páginas de información clasificada, salió a la superficie un voluminoso expediente – más de 800 páginas- acerca de este este personaje, nacido en el edificio del consulado brasileño en Salto en 1927, hijo de un diplomático brasileño en aquel entonces en funciones en nuestro país.
En su juventud, Avegno trabajó como periodista en varias revistas brasileñas. En 1964, y a raíz de un escándalo vinculado a un presunto chantaje por su parte, regresó a Uruguay, donde su padre, ya jubilado, había establecido su residencia.
Los primeros documentos sobre este singular espía datan de la segunda mitad de los años 60. Hasta 1973, cuando sobrevino el golpe de Estado en nuestro país, llegaron a estos lares decenas de militantes brasileños perseguidos por su gobierno, incluido el depuesto presidente Joao Goulart, que vivió en estancias del interior del país desde 1964. Conrado se aproximó a estos refugiados valiéndose de su doble nacionalidad y el prestigio de su familia de diplomáticos.
Tan eficaz fue su engaño que en 1968, un reportaje de la revista “Veja” lo mencionó como una persona afín a los exiliados izquierdistas. “Es acusado de servir de paloma mensajera, habiendo cruzado 27 veces la frontera”, decía el informe.
Si bien los refugiados políticos en Uruguay no eran más de 200, desde Brasilia se veía con preocupación la posibilidad de que montaran un grupo guerrillero que cruzara la frontera y actuara en Brasil.
Durante su reportaje con Folha, Avegno confirmó haber estado “varias veces en la hacienda de Jango en Maldonado”, donde residía Goulart, sobre el que elaboró un completo informe que luego remitió al CIEX (Centro de Informaciones del Exterior).
Conrado y los hombres del CIEX se encontraban en cines de Montevideo, y sostenían conversaciones de no más de quince minutos. Los archivos conservan documentos de 38 de estos encuentros, con hora, lugar y resultado. El espía llevaba informes, cartas y documentos, y recibía dinero a cambio.
En mayo de 1968, antes del inicio de la fase de represión más intensa por parte de la dictadura norteña, los servicios secretos se mostraban muy entusiasmados con la labor de su hombre en Montevideo. “Contaremos en el futuro con una excelente información positiva”, se escribió sobre él en el organismo, asegurando que el espía cada día “se afirma más” en la izquierda.
Durante los años 70, el agente recibió unos 400 dólares mensuales por sus servicios, dato que puede confirmarse gracias al minucioso dossier “ex secreto”, donde figuran los pagos realizados como si fuera un empleado corriente.
La documentación deja claro que Azeredo da Silveria, entonces canciller brasileño, estaba al tanto de las actividades de Avegno, e incluso elogia y considera correcta la elección.
Sin embargo, el ministro no quería que el tema fuese tratado en los telegramas diplomáticos enviados de Montevideo a Brasilia, dado que consideraba necesario borrar pistas. “Los telegramas deben ser anulados o sustituidos por otros más inofensivos, de preferencia ostensiblemente anodinos, sobre asuntos de menor importancia” ordenó.
Entre marzo y octubre de 1976, Avegno fue enviado a Europa en una de las misiones más arriesgadas de su carrera de espionaje. La misión le costó al gobierno brasileño más de siete mil dólares, pero parece haber sido “plata bien gastada”, ya que a su regreso a Uruguay, el agente entregó un completo informe con los nombres de “76 subversivos” brasileños, localizados en Portugal, Italia y Francia. En la lista había gente poco conocida y nombres destacados, como el futuro presidente Fernando Henrique Cardoso.
No es fácil estimar el número de militantes que los informes de Avegno llevaron a la cárcel, la tortura o la muerte. Los servicios de inteligencia no acostumbran usar de inmediato las informaciones de infiltrados, procurando así preservarlos. Por ello, un nombre indicado por el espía podía quedar bajo discreta vigilancia durante meses. Sin embargo, varias de las personas indicadas por Avegno pasaron luego a engrosar la triste nómina de desaparecidos del Plan Cóndor.
Tras el fin de la dictadura, Conrado permaneció en nuestro país, y actualmente dirige un culto evangelista en Montevideo. Interrogado acerca del motivo de sus acciones. “Acepté porque acepté, y nada más”, dice el ahora octogenario. “Siempre luché contra el comunismo, porque es una porquería. La derecha es buena, es gente de bien”, asegura.
FOLHA DE SÃO PAULO – 16/12/2012
O araponga da ditadura
O araponga uruguaio
Exclusivo: espião da ditadura fala à Folha
RESUMO
Folha localiza agente infiltrado pela ditadura militar entre exilados no Uruguai. Por 14 anos, araponga municiou órgão de informação do Itamaraty com relatórios, cartas interceptadas e investigações no exterior. Em entrevista exclusiva, disse que dossiê do Arquivo Nacional sobre ele é “parte mentira, parte verdade”.
O PASTOR SAI DO TÁXI, no centro de Montevidéu, e caminha com vagar até a igreja evangélica Centro El Shadday, que comanda desde 1998. São 20h, mas ainda faz sol. Aos 85 anos, ele curva seu 1,90 m, com o braço esquerdo ligeiramente inerte, sequela de um princípio de derrame. É magro e tem uma ferida na cabeça, causada por uma queda na rua, em agosto.
É a primeira vez que o vemos. Na entrada, estende a mão e o olhar, que esquadrinha demoradamente o rosto do interlocutor. Na véspera havíamos combinado ouvi-lo para uma reportagem sobre exilados brasileiros no Uruguai nas décadas de 60 e 70. Ele quis falar conosco na igreja, na hora do culto, pondo fim a 40 anos de silêncio.
De 1967 a 1980, Alberto Conrado Avegno teve intensa atividade secreta, como infiltrado da ditadura militar (1964-85) entre os exilados brasileiros no Uruguai. Interceptava e copiava cartas, produzia relatórios com nomes, endereços e planos, dando subsídios a 361 informes da ditadura apenas entre 1974 e 75. Fez viagens internacionais para cumprir “missões” do governo brasileiro. Foi detido duas vezes, no Uruguai e no Brasil, e liberado ao revelar-se infiltrado.
Identificado nos relatórios sob diferentes codinomes -“Altair”, “Johnson”, “Mário”, “Carlos Silveira” e até mesmo “Zuleica”-, ao longo de 14 anos ele se firmou como “único homem infiltrado no meio subversivo e peça fundamental do esquema de segurança do Brasil no Uruguai”. As palavras são de um homem da ditadura, o delegado Rui Dourado, que ajudou o ex-embaixador Manoel Pio Corrêa a montar o Ciex (Centro de Informações do Exterior), máquina de espionagem do Itamaraty.
Em junho, quando o Arquivo Nacional, em cumprimento à Lei de Acesso à Informação, abriu o acesso a centenas de milhares de páginas sigilosas, permitindo que fossem pesquisadas por nomes -até então, isso só era possível com autorização da família-, a atuação de Conrado veio à tona num dossiê de 814 páginas. Foi então possível entender que todos aqueles codinomes apontavam para aquele uruguaio nascido em 1927, filho do diplomata brasileiro Octávio Conrado, já morto.
Nem sempre, porém, a marca de Conrado foi a discrição que pautou sua atuação no Uruguai. Ele foi parar em Montevidéu após uma barulhenta confusão no Rio de Janeiro. Em agosto de 1960, o cineasta Elzevir Pereira da Silva matou-se a tiros. A viúva denunciou à polícia que ele estaria sendo chantageado pelas revistas “Escândalo” e “Confidencial”, nas quais Conrado trabalhava como repórter e diretor.
Abriu-se um inquérito que fez a revelação: outros artistas, como o cantor Nelson Gonçalves (1919-98), haviam sido alvo de pressões semelhantes -ou pagavam, ou teriam seus nomes jogados na lama. De quebra, descobriu-se ainda que Conrado e outros três jornalistas tinham empregos no governo federal (logo foram demitidos).
Conrado não foi condenado: guarda até hoje a cópia da sentença da Justiça do Rio que determinou o arquivamento do inquérito. Mas não voltaria a morar no Brasil. Em 1964 juntou-se à família, que já vivia em Montevidéu, aonde seu pai escolhera ir ao se aposentar.
PASSADO
Conrado nos examina com seus olhos azuis e estrábicos. Convidou-nos para uma conversa ao lado de Teresa, sua terceira mulher, que ele conheceu nos anos 90. Ela admite pouco saber sobre a vida pregressa do marido: “Ele não conta. Quando você [repórter] ligou ontem, ele ficou muito nervoso. Ele não quer falar do passado”.
Não foi exatamente o que se verificou na primeira sessão de entrevista, de quase duas horas. Ouvindo com dificuldade, muitas vezes misturando português e espanhol, demonstrou interesse pelos documentos enfim liberados no Brasil, mas disse ter esquecido certas coisas. Volta e meia fitou o ar em silêncio por longos segundos, como se procurasse na memória uma informação que não vinha.
O que permanece intacto é o clima maniqueísta da Guerra Fria: “Eu ‘luchava’ intensamente contra o comunismo. ‘Siempre’. Sempre”, disse ele à Folha. E por quê? “O comunismo é uma ‘porquería’. A direita é boa. É gente de bem”.
Mas tinha amigos nos dois lados. Como fazia? “Eu me ‘adapté’, me adaptava. É simples”.
Sua família tinha muitos contatos na alta sociedade do Uruguai, onde seu avô servira como embaixador do Brasil. Aos parentes: apresentava-se como jornalista de rádio. Sua irmã, Stella, nascida no Rio e criada no Uruguai desde os anos 1950, afirma ter tentado conhecer a verdade.
“Depois que morreram meus pais, eu perguntei, mas perguntei com veemência: ‘Mas o que é que você faz?’. ‘Ah, não posso dizer, não posso dizer’”, contou Stella, em seu apartamento no bairro de Pocitos. “Foi o que ele me falou.”
Os primeiros documentos sigilosos sobre o araponga datam da segunda metade dos anos 60. Até 1973, quando sobreveio a ditadura militar uruguaia, foram parar em Montevidéu dezenas de militantes e perseguidos no Brasil, incluindo o presidente deposto, João Goulart, que viveu em fazendas no interior do país a partir de 1964, o ex-governador do RS Leonel Brizola, o ex-ministro Darcy Ribeiro, o almirante Cândido Aragão e os coronéis cassados Emanuel Nicoll e Jefferson Cardim Osório.
Conrado se aproximou de todos eles valendo-se de sua dupla nacionalidade -nasceu no prédio do consulado do Brasil em Salto- e do prestígio de sua família de diplomatas. Em 1968, reportagem da revista “Veja” fez uma rápida referência a ele, descrevendo-o como alguém que prestava serviços aos esquerdistas brasileiros: “É acusado de servir de pombo-correio, com 27 passagens pela fronteira”.
Na entrevista à Folha, ele confirmou que esteve “várias vezes” na fazenda de Jango em Maldonado (a 128 km de Montevidéu). O “dossiê” do espião no Arquivo Nacional registra que ele entregou ao Ciex, em 1974, um “informe sobre João Goulart”, cujo conteúdo não foi transcrito. Em relatório de 1971, o agente descreve conversas com José Gomes Talarico, um dos fundadores do PTB e importante aliado de Brizola e de Goulart.
O agente se aproveitou de um descuido, no hotel Alhambra, e conseguiu ler os papéis, mas não fotografá-los. Reportou à ditadura que Talarico “trazia consigo um excelente relatório do PCB [Partido Comunista Brasileiro]” e “um informe sobre o estado das organizações de ação direta no Brasil”.
Em agosto de 1967, já se apresentava como secretário do almirante Aragão. O ex-marinheiro Guido Gurgel, 78, que se exilou por 12 anos no Uruguai, sempre o via quando ia visitar o almirante. “Sei que ele era muito amigo do Aragão”, disse. “Havia comentários, sim, suspeitas de que Alberto era, digamos, uma ‘persona non grata’. Mas nunca tivemos provas. Averiguar essas coisas cabia aos oficiais [exilados] mais graduados. Os marinheiros eram arraia-miúda.”
Os brasileiros exilados no Uruguai não eram mais de 200 na segunda metade dos anos 60, conforme estimativas da época, mas eram fonte de preocupação para a ditadura. Brizola tinha planos de criar focos guerrilheiros no Brasil e para isso costumava se reunir em Montevidéu com aliados -em sua maioria, militares cassados, portanto treinados em técnicas de combate- para elaborar colunas revolucionárias. Anunciava que iria receber recursos de Cuba para desfechar o “contra-ataque”.
CIEX Conrado e os homens do Ciex encontravam-se em cinemas e ruas de Montevidéu, em conversas de no máximo 15 minutos. Há 38 encontros documentados, com hora, local e resultados. O agente levava relatórios, cartas e documentos. Em troca, recebia o dinheiro.
Em maio de 68, antes da fase mais repressiva da ditadura, o Ciex já se entusiasmava com o investimento em Conrado: “Contaremos no futuro com uma excelente infiltração positiva”, diz um relatório. O agente informou que, a cada dia, “mais se afirmava” na esquerda.
Conrado recebia em média US$ 400 mensais ao longo da década de 70. No dossiê, há inúmeras cobranças do araponga por aumentos ou pagamento de atrasados.
Documento do Ciex que consta do “dossiê Conrado” mostra que o chanceler Azeredo da Silveira (1917-90) sabia das ações do agente. “O ministro de Estado tomou conhecimento do assunto, aprova e elogia a decisão correta de utilizar o canal do Ciex para o trato do mesmo, mas lembra a ‘Queiroz’ que tal canal tem regras próprias.”
O ministro não queria que o tema fosse tratado nos telegramas diplomáticos enviados de Montevidéu para Brasília. Era preciso apagar as pistas. A orientação de Brasília foi a seguinte: “Os telegramas devem ser ou simplesmente anulados ou substituídos por outros mais inofensivos, de preferência ostensivos, anódinos, sobre assuntos de menor importância”. Poucas vezes ficou demonstrada de forma tão clara a atuação do alto escalão para adulterar a história documental do Itamaraty.
Em seu livro “O Mundo em Que Vivi” (Expressão e Cultura, 1995), o ex-embaixador Manoel Pio Corrêa, capitão da reserva do Exército, contou a origem do Ciex sem lhe dar esse nome. Ainda em 1960, ele se tornou vice-presidente da Junta Coordenadora de Informações, criada pelo governo para reunir os diversos órgãos de espionagem.
Em reunião com chefes de órgãos de inteligência, na presença do futuro presidente Ernesto Geisel, Corrêa anunciou que ia “organizar” seu “próprio núcleo de ‘pronta intervenção’”.
Para essa tarefa, pediu à Polícia Civil do Rio a cessão do delegado Rui Lisboa Dourado, seu ex-colega no Exército. “Rui era um policial destemido -e temido”, escreveu Corrêa. Dourado foi enviado para o Uruguai. O nome dele e o de Corrêa são citados no dossiê sobre Conrado como pessoas que conheciam o trabalho do agente duplo.
Aos 94, o ex-embaixador vive no Rio, mas sua família informou que ele, acamado, não teria condições físicas de comentar os documentos. Dos quatro embaixadores que serviram em Montevidéu no período de ação de Conrado, dois já morreram e dois não foram localizados. Outros diplomatas que teriam tido contato com Conrado também já morreram. Um dos poucos ainda vivos é o embaixador André Guimarães, que serviu em Montevidéu na Associação Latino-Americana de Livre Comércio (Alalc, hoje Aladi) entre 1967-71. Ele diz que se “lembrava vagamente de Conrado” e o teria visto na embaixada. “Após 40 anos, a memória começa a desaparecer.”
PORTUGAL Duas das mais ousadas ações de Conrado foram viagens ao Brasil e a Portugal. A “Missão Portugal” ou “Neuzona” custou US$ 7,62 mil, divididos entre Itamaraty e o Cenimar (Centro de Informações da Marinha). De acordo com os preparativos da operação, “totalmente planejada e integralmente conduzida pelo Cenimar”, Conrado passaria de quatro a seis meses em Lisboa, para “levantar em Portugal as atividades subversivas em execução ou a serem executadas no Brasil, a fim de prover dados e informes”.
Dois homens da ditadura, “Paulo”, baseado em Londres, e “Antonio”, no Brasil, manteriam contatos esporádicos com ele. Para encontros “tête à tête”, Conrado deveria ligar e indicar um local. Ao se aproximar dos agentes, ele devia perguntar sobre “a loja da Varig” e mostrar um pedaço de uma nota de um cruzeiro. Segundo os documentos, Conrado esteve em Portugal entre março e outubro de 1976, mantendo estreito contato com o almirante Aragão.
Em dezembro, já de volta a Montevidéu, entregou ao Ciex um relatório de dez páginas com os nomes de 76 “subversivos detectados” em Portugal, Itália e França ou “em trânsito” por Portugal. Havia desde anônimos a gente conhecida, como o ex-deputado Márcio Moreira Alves e o futuro presidente Fernando Henrique Cardoso.
Não é fácil estimar o número de militantes que os informes de Conrado levaram à prisão, à tortura ou à morte. Os serviços de inteligência não costumam usar de imediato informações de infiltrados para preservá-los. Assim, um nome indicado por Conrado poderia ser monitorado por meses a fio até sofrer o bote final.
PEGADAS Em pelo menos um caso as pegadas de Conrado ficaram perigosamente evidentes. O ex-coronel Jefferson Cardim foi preso em dezembro de 1970 ao desembarcar em Buenos Aires, vindo de Montevidéu, onde havia se reunido com Conrado. “Em poder de Jefferson encontrou-se profusa e abundante documentação”, festejou o Ciex. Já o agente “mostrou-se muito assustado” e disse não ter “mais condições de ‘trabalhar’”. A prisão ocorrera muito perto do encontro, deixando-o vulnerável. Ainda por cima, Cardim carregava uma carta com o nome “Alberto”.
A esquerda jamais conseguiu ligar os pontos. As primeiras suspeitas levantadas sobre ele vieram com perguntas feitas por torturadores brasileiros a presos que haviam morado no Uruguai, nas quais havia detalhes demais.
Gualter de Castro Mello, militante da MNRN (Movimento de Resistência Militar Nacionalista), criado pelo almirante Aragão, regressou a Montevidéu em 1968 certo de que havia “pelo menos três infiltrados” entre seus parceiros. Suas suspeitas acabaram chegando aos ouvidos de Conrado e aos do Ciex, que produziu um documento classificado como “ultrassecreto”, a mais alta forma de sigilo. “É indispensável dar aos interrogatórios de asilados detidos no Brasil forma mais adequada às peculiaridades do trabalho de informações”, dizia o documento, que apontava “sérias ameaças à segurança operacional de agentes infiltrados no meio dos mesmos.”
Uma dessas sérias ameaças veio em dezembro de 1972, quando Conrado foi detido pela Polícia Federal, durante uma viagem a Santana do Livramento (RS). Acuado, ele viu-se obrigado a revelar sua verdadeira atividade. Indagado sobre quais pessoas conhecia “dos serviços de informação”, citou três, entre os quais Cecil Borer (1913-2003), o temido ex-diretor do Dops da Guanabara. Foi liberado após ser reconhecido por um oficial ligado à inteligência da Marinha.
Três anos depois, o agente infiltrado foi novamente detido, dessa vez pela repressão no Uruguai. O país já vivia sob a ditadura civil-militar (1973-85) do presidente Juan Maria Bordaberry (1928-2011). Segundo os documentos, em 1975 a casa de Conrado foi cercada por um aparato militar. Ele disparou telefonemas para a Embaixada brasileira, pedindo proteção, mas teve que se entregar, pois corria o risco de ser torturado ou morto. No interrogatório, assumir trabalhar para o Cenimar.
Esses eventos levaram Conrado a tomar uma atitude extraordinária. Numa rara carta assinada com seu nome verdadeiro, ele escreveu ao então embaixador brasileiro, de nome não identificado no papel. “Nestas especiais circunstâncias, sou obrigado a declinar para Vossa Excelência a minha qualidade de integrante do Serviço de Informações e Segurança do Itamaraty. Devido a essas atividades em pró [sic] de nosso Brasil, as autoridades de Inteligência do Uruguai se lançaram em minha procura, pois não sabem minha real qualidade, pensando evidentemente tratar-se de uma coisa de subversão.”
O interrogador de Conrado na polícia uruguaia, Víctor Castiglioni, morto em 2000, foi um homem forte da repressão no Uruguai. Diretor de inteligência da DNII, um braço da polícia nacional, ele e Conrado realizaram nos dias seguintes reuniões com membros do temível Side (Serviço de Informações de Defesa) do Uruguai, uma espécie de DOI-Codi local. Os uruguaios também queriam Conrado como seu informante. A aproximação incomodou o Ciex.
Não foi a primeira vez. Em mensagem enviada ao órgão do Itamaraty, Conrado contou que vinha sendo assediado por americanos, uruguaios e brasileiros do CIE. Todos queriam os seus serviços. Havia indícios de que ele passara a receber recursos de várias fontes. Em 75, o Ciex desabafou: “Como agente, é (desculpe a imagem) uma verdadeira ‘vaca’ em cujas tetas mamam (sabemos nós) pelo menos o Cenimar e o SID [Side] e (suspeitamos) o serviço alemão”.
Em 1980, já no ocaso da ditadura, Conrado apontou para o Ciex o nome de 12 oficiais da repressão uruguaia com os quais mantinha “contatos frequentes”. A Folha leu esses nomes para o pesquisador Mauro Tomasini, do Serpaj (Serviço de Paz e Justiça) do Uruguai, semelhante ao projeto Brasil Nunca Mais, que recolheu testemunhos sobre abusos da ditadura. “Esses são todos militares do primeiro plano da repressão no Uruguai. Todos estão basicamente vinculados a violação de direitos humanos. Todos”, respondeu Tomasini.
Um está preso; outro foi acusado do sequestro do bebê de uma militante; Castiglioni, por sua vez, é associado a um esquadrão da morte paraestatal e clandestino.
Em 86, finda a ditadura, o Uruguai aprovou o que ficou conhecida como Lei de Caducidade, o equivalente à Lei da Anistia no Brasil. Cresceu, contudo, o coro dos que defendiam a investigação de cerca de 160 mortes e 200 desaparecimentos. No governo de Tabaré Vasquez (2005-10), as investigações se intensificaram. Hoje há 13 militares na prisão de Montevidéu, à espera de julgamento ou já condenados por crimes contra os direitos humanos na ditadura.
Quem não se esquece de Conrado são os exilados que com ele conviveram. No final dos anos 60, ele se aproximou da família do ex-coronel Nicoll, que integrava o grupo do almirante Aragão e sonhava em criar no Brasil um grupo armado para derrotar a ditadura.
“O Conrado vivia na minha casa, muito. Era tido assim como um tipão, um galã. Mas ele apareceu assim do nada, e era muito questionado”, relembra Lena Nicoll, que conheceu Conrado aos 15 anos. “Esse comentário rolava, sim, de ele ser suspeito por alguns exilados de ser uma pessoa infiltrada no nosso meio.” Ao saber do conteúdo dos documentos, Lena concluiu que seu pai foi enganado.
Alberto Conrado e Teresa aceitaram uma segunda conversa. No apartamento do casal, no centro de Montevidéu e a poucos metros da praia, ele estava ansioso para conhecer os documentos. Colocou os óculos e os leu num notebook.
A respeito de um papel que o indicava como “agente da comunidade setorial de informações da Marinha”, Conrado disse: “Está correto, está correto”. E por que fazia esse trabalho? “Porque aceitei. Aceitei porque aceitei. Nada mais.” E o que dizer dos contatos com Castiglioni e outros oficiais da repressão? “Sim, eu conheci Castiglioni. Foi chefe de segurança do [ex-presidente uruguaio] Pacheco Areco. Falávamos sobre várias coisas, nada específico.”
Durante a entrevista, Teresa se disse surpresa com as declarações do marido, a quem conheceu muitos anos depois do fim da ditadura, em 1998. Conrado então passou a voltar atrás e disse que não, não trabalhou para serviços de informação brasileiros. Não recebeu dólares pelo seu trabalho, não foi detido pelas polícias do Uruguai e do Brasil e não manteve encontros em cinemas de Montevidéu com gente da Embaixada brasileira.
Conrado afirmou que os documentos expressam “parte verdade, parte mentira”, sem contudo apontar uma e outra. Contraditoriamente, voltou a dizer que combateu o comunismo “intensamente”. Disse que chegou a escrever um livro, com cerca de cem páginas, no qual contou “tudo” sobre sua vida. Mas o escrito, intitulado “Conhecendo o Inimigo”, encontra-se perdido. Indagado sobre quem seria o seu “inimigo”, Conrado respondeu: “Satanás”.
Acompanhando os repórteres até a saída, ele se despediu com um tapinha nas costas, e repetiu: “Parte é verdade, parte é mentira”.
Em um relatório de 1976 o Ciex traçou um perfil psicológico de Conrado, identificado pelo codinome “Altair”. Há 36 anos, os diplomatas do Itamaraty escreveram:
“O comportamento profissional de Altair reflete em grande parte as peculiaridades de seu perfil psicológico, marcado por uma ambiguidade característica que desorienta as pessoas que com ele são forçadas a relacionar-se direta ou indiretamente. Aliás, essa duplicidade se estende a quase todos os aspectos dominantes de sua vida, que apresenta às vezes uma natureza contraditória: Altair mantém relações de amizade com elementos reconhecidamente perigosos de esquerda e, no entanto, sente a necessidade de justificar sua atitude para que o se ligou aos Serviços de Informações. Essa ambiguidade é uma forma de permitir-lhe fazer o que deseja, sem os percalços inerentes às atividades e às ligações que porventura tenha”.
“Eu ‘luchava’ intensamente contra o comunismo. ‘Siempre’. Sempre”, disse ele àFolha. E por quê? “O comunismo é uma ‘porquería’. A direita é boa. É gente de bem”
Conrado recebia em média US$ 400 mensais ao longo da década de 70. No dossiê, há inúmeras cobranças do araponga por aumentos ou pagamento de atrasados
“Esse comentário rolava, sim, de ele ser suspeito por alguns exilados de ser uma pessoa infiltrada no nosso meio”, diz Lena, filha do coronel exilado Emanuel Nicoll.